AGRADECIMIENTOS ESPECIALES A PUBLÍMETRO.
Por: Andrés “Pote” Rios
La Copa Libertadores de 1989 que ganó Atlético Nacional se empezó a gestar en el año 1986. El equipo no venía nada bien. No se ganaba un título desde 1981 de la mano de Zubeldía, Cueto y esa gran banda. La apuesta por la “escuela uruguaya” de Luis Cubilla en 1983 y Aníbal ‘Maño’ Ruiz no dio resultados, pero sembró el polen para lo que fue lo del 89. Sobre todo en lo que fue la mente de Francisco Maturana.
Y es así como en el segundo semestre de 1986, cansados de la mediocridad de los resultados y de lidiar con una nómina poco brillante en la que no brillaban extranjeros como el uruguayo Paz (no recuerdo su nombre), los directivos verdolagas decidieron hacer una apuesta total. Liderados por el presidente del momento, el señor Óscar Ríos, y por el dueño del equipo, Cristóbal Tobón, viajaron a Manizales y contrataron al técnico que acababa de hacer una gran campaña con el Once Caldas: Pacho Maturana.
El proyecto era claro, a largo plazo y con varios factores: estructurar una nómina con jugadores totalmente criollos, de gran riqueza técnica, humildes y que la continuidad del cuerpo técnico no estuviera sometida al resultado, tenía que haber paciencia, y sí que la hubo.
Con Maturana llegaron Alexis García y Jimmy Arango. Del Medellín aterrizaron Leonel Álvarez, Luis Carlos Perea y Gildardo Gómez. Y de las inferiores del equipo verdolaga se le dio el voto de confianza a René Higuita (quien regresaba de debutar en el profesionalismo con Millonarios), J. J. Tréllez y Andrés Escobar, entre otros. También llegó Luis Fernando ‘Chonto’ Herrera, procedente del América. Y así se estructuró la columna vertebral de este equipo.
Luego, ya como entrenador en propiedad y tras disputar con el cuadro verde la temporada del 87, Maturana “rescató” al ‘Palomo’ Usuriaga en el Cúcuta Deportivo, y en la parte directiva el presidente era Sergio Naranjo. Todo estaba encaminado hacia un proyecto serio.
Subtítulo en 1988 y listos para disputar la Copa Libertadores del siguiente año con una idea clara de juego, un equipo que ya era un combo de amigos y un legado de ser todos colombianos, la mayoría, antioqueños.
¿Y yo? Yo era adolescente y todo esto me cogió en Bogotá, ya que mi papá trabajaba allá. Pero el vínculo verdolaga latía siempre. Toda mi familia paterna tenía vínculos con Nacional. Varios tíos fueron sus directivos, otros seguían al club y concentraban con la nómina para grabar en video los partidos del Verde por todo el país.
De ahí que mis recuerdos de toda esta camada de jugadores, que hoy veo ya en mi adultez como ídolos absolutos y amigos, sea tan cercana y entrañable.
Por eso esta columna no se centra en datos de lo que pasó en esa Copa Libertadores, no hablo de goles, números, partidos, tropeles y controversias que rodeó este gran título. No, me quedo con lo humano, con la magia que este equipo tuvo y sigue teniendo. Una magia que me envolvió y que hizo que mi corazón fuera más verdolaga aún. Ellos, en cabeza del gran Pacho y con el respaldo no solo del pueblo antioqueño, sino de gran parte de Colombia, le dieron alegría y esperanza a un país que ardía en violencia.
Era una familia llena de humildad y hermandad. Bien lo decía Maturana: “Reúna usted un grupo de grandes jugadores, pero si no se hablan, si no les duele lo del otro, no hay nada. Reúna usted un grupo de amigos y tendrá un equipo”.
Treinta años después aún vibro con lo que ellos hicieron. Treinta años después los veo, ya con su pelo en canas, los abrazo y no paro de agradecer. Es el Atlético Nacional de 1989, campeón de la Copa Libertadores de América. La gloria eterna es de ellos.